jueves, 15 de septiembre de 2011

ESCRITORES HETERODOXOS PERUANOS
(Ensayos sobre literatura y malditismo de F. Iwasaki)




 <羄ɚ>por Leopoldo de Trazegnies Granda

A lo largo del siglo XX llegaron a España una serie de escritores peruanos de muy variada calidad. Desde el poeta modernista José Santos Chocano hasta el laureado novelista Mario Vargas Llosa. España ha sido siempre una de las arcadias literarias para los escritores peruanos desde que el Inca Garcilaso de la Vega decidiera fijar su residencia en Montilla en 1561 donde escribiría una de las crónicas más sabrosas de la conquista de América titulada Comentarios Reales.

El libro que nos ocupa marca una época que podríamos llamar de la literatura peruana peregrina durante el siglo pasado, que no por pura coincidencia Fernando Iwasaki lo terminó de escribir en Estocolmo el 10 de diciembre de 2010, el mismo día que Vargas Llosa recibía el premio Nobel.

Entre los escritores que pasaron por España durante los últimos cien años hubo poetas de profundo sentimiento como César Vallejo o de refinada calidad como el casi desconocido Carlos Oquendo de Amat que moriría en Guadarrama el año que empezó la Guerra Civil, pero hubo también otros de dudoso valor artístico que no consiguieron el mismo reconocimiento que los anteriores pero que armaron mucha bulla en los círculos literarios peninsulares.

No se pueden negar las huellas de algunos de ellos en las letras hispánicas. El telúrico Vallejo fecundaría la poesía antifranquista de posguerra a partir de sus poemarios Trilce y España aparta de mí este cáliz. Tampoco se puede negar el lugar que ocupó Felipe Sassone en la comedia frívola madrileña, o la fecunda actividad editorial de César Falcón, padre de la actual dirigente feminista Lidia Falcón.

Fernando Iwasaki ha preferido dedicarle gran parte de su libro al segundo grupo mencionado, a esos personajes heterodoxos menos conocidos que pasaron por España como dinamiteros de las Letras, en abierta oposición a la literatura conservadora y enganchados a las más estrafalarias corrientes literarias. Seres tan extraños como la mariposa que creyó descubrir Nabokov en los Andes y ¡tan paradójicos! que se oponían, en actitud típicamente carpetovetónica, a toda la literatura que se escribía en España, como queriendo parafrasear aquel conocido texto de rechazo preguntando: "Qué estupidez están escribiendo para criticarla".

Sin embargo, estos escritores, vanguardistas de retaguardia, pero no desprovistos de poderosa munición artística, representaron un papel importante en la evolución de la literatura del pasado siglo. Fueron, en cierta medida, un revulsivo contra el amodorramiento y la autocomplacencia artística gracias a su arrojo en ocasiones rufianesco y a su decidida voluntad de innovación.

Alberto Guillén fue uno de los más radicales activistas en el rechazo de la literatura convencional que se estaba escribiendo en España a partir del 98. Fernando Iwasaki dedica un capítulo a este escritor "maldito y canalla". Autor de La linterna de Diógenes (1921), uno de los primeros libros de entrevistas en español, donde pone de "chupa de domine" a los escritores más reconocidos en España, indisponiéndolos entre sí. Decía, por ejemplo: "Toda la poesía de Azorín ¿no tiene acaso la sencillez de una portera que sonríe remendando un calzoncillo?" Y a propósito de Ortega y Gasset: "El asno quiere hacer creer que piensa, pero todos le ven las orejas".

Su tocayo y amigo, el megalómano Alberto Hidalgo, se consideraba a sí mismo un "poeta beligerante". Cuando llegó a España ya había escrito su Jardín zoológico (1919), diatriba contra toda pluma entintada de América o España sin distinción de edad o sexo. En Europa escribió España no existe, uno de los panfletos más injuriosos contra la cultura española. Al maestro Cansinos-Asséns lo acusaba de homosexualidad ultraísta, a las escritoras de la época las trató como "mujeres de alquiler", de Juan Ramón decía que era un "poeta sietemecino", de Blasco Ibáñez que era soporífero, Valle-Inclán gelatinoso. Los escritores peninsulares supieron contener la agresividad de estos plumíferos indianos con mesura y cierta ironía. De todo esto nos da cuenta Iwasaki y además reproduce la opinión de César González Ruano sobre Alberto Guillén y unas jugosísimas cartas cruzadas entre J.L. Borges y Alberto Hidalgo que no tienen desperdicio.

Otro capítulo está dedicado al grupo "Colónida" donde Iwasaki destaca el aspecto localista, provinciano, de este movimiento ("El Perú es Lima, Lima es el jirón de la Unión y el jirón de la Unión es el Palais Concert"), en oposición a la literatura peruana vanguardista que se hacía en el extranjero. Es cierto que los viajeros literarios, tanto los de auténtica calidad como los dinamiteros mencionados, no merecieron la misma atención de los que permanecían dentro de las fronteras del Perú. Valdelomar, Martín Adán, Ciro Alegría, Arguedas, etc. gozaban del aplauso nacional mientras se ignoraba a los foráneos. Críticos literarios de tanto prestigio como Luis Alberto Sánchez ningunearon en cierta medida a los que habían decidido abandonar las fronteras patrias en busca de nuevos horizontes, aunque lógicamente no dejaron de reconocer la importancia de Vallejo o Ribeyro que permanecieron gran parte de su vida en París.

Al escritor peruano no se le perdonaba vivir en Europa, vivir en Argentina todavía podía pasar, pero en Europa no. En ocasiones sufrieron auténticas campañas de desprestigio como la dirigida contra Ventura García Calderón, radicado en Francia, por parte de la engreída intelectualidad limeña. García Calderón era un autor que nunca sobresalió por su originalidad pero que se esmeraba en dar la visión exótica del Perú que demandaba el interesado lector europeo. No se justificaba que los "colónidas" dijeran que mortificaba a sus lectores con libros abominables, comentadores de vejeces, de un parisianismo barato. Es sólo una muestra de la animadversión que provocaban los escritores que habían cambiado el jirón de la Unión por los Campos Elíseos o la Gran Vía madrileña.

Fernando Iwasaki en su faceta investigadora también nos descubre algunas insólitas menciones al Perú en la literatura universal. Así, por ejemplo, somos vampiros en un caso resuelto por Sherlock Holmes. Tolstoi critica en Resurección a los presumidos peruanos de París que ni siquiera sabían hablar bien francés. En Moby Dick se menciona la tristísima atmósfera de Lima. Thomas Mann coloca unos pacientes peruanos muertos de frío en el sanatorio de La montaña mágica, y otros, como Kipling, Poe o Lovekraft sitúan a peruanos en sus obras. Iwasaki recoge todas estas menciones en su "Nabokovia" de literatura insólita.

Pero las investigaciones sobre los peruanos de ficción llegan más lejos. En la voluminosa obra En busca del tiempo perdido de Marcel Proust hay un misterioso peruano que deambula por sus páginas. Fernando Iwasaki nos revela su personalidad, demuestra que se trata de Gabriel Yturri, apuesto joven limeño de carne y hueso, que trabajaba en París en los Magasins du Louvre. Parece ser que el barón Doasan lo descubrió y lo contrató como secretario, pero posteriormente el conde Montesquiou se lo "robó" para dedicarlo a servicios no exclusivamente burocráticos. Proust, atento al comportamiento de sus congéneres no dudó en reflejarlo en su obra bajo el nombre ficticio de Jupien. Iwasaki pone al descubierto todas estas escabrosas relaciones afectivas entre la sofisticada nobleza parisina y el humilde peruano Gabriel Yturri. A la muerte del joven "servidor" en 1905 Proust tuvo sentidas palabras de condolencia para el afligido Montequiou.

En resumen, Nabokovia Peruviana es un delicioso libro sobre escritores heterodoxos para lectores heterodoxos, escrito con la chispa literaria habitual de Fernando Iwasaki.


martes, 13 de septiembre de 2011


Hace diez años se publicó en Lima La casa y la hojarasca,
el segundo libro de poemas de Juan Carlos Lázaro.
He aquí un par de recortes periodísticos que dan cuenta de ese episodio.







En tono mayor
Publicado por la revista etc., pág.61. | Lima, 30 de junio 2001


Con el rigor, la sobriedad y la consistencia propia de los buenos poetas, Juan Carlos Lázaro acaba de publicar La casa y la hojarasca, apreciable colección de veinticinco poemas confeccionados con buena música e imágenes sólidas, con los que consigue no sólo echar luz sobre aspectos de la condición humana invisibles desde la miopía del devenir cotidiano, sino también redondear un registro lírico sumamente personal.

Lázaro, que pertenece a la generación del 70 y ejerce el periodismo desde esa misma década, no es un poeta tan prolífico. Antes de este libro publicó la plaqueta Las palabras (1977) y muchos años después el poemario Gris amanece la urbe del hambre (1987).

Sin embargo, lo que le falta en cantidad le sobra en calidad. Su tercera entrega está compuesta por textos muy bien estructurados, de gran atractivo, escritos con lenguaje cotidiano y despojados de adornos. La materia de esos textos son situaciones externas a él, que aparentemente no le conciernen, sobre las cuales, sin embargo, arroja una mirada quieta y distante de la que surge –gracias a la magia del ritmo y las palabras- un universo de sentidos y sinsentidos esenciales.

Lázaro no se inventa un interlocutor –un tú- para abordar sus temas, sino que se apoya sobre todo en la tercera persona, con lo que logra un apropiado y convincente efecto de distanciamiento. Se basa en referencias al exterior pero, a diferencia de la mayoría de sus coetáneos de los años 70, en los que esas referencias se convierten en discurso narrativo, en sus textos son apenas el punto de partida para arribar a un discurso conceptual que delata sabiduría y brillo, así como un excelente oído.

La casa poética
de Juan Carlos Lázaro
Publicado por el diario La Razón, pág. 18 | Lima jueves 28 de marzo 2002.


Sin lugar a dudas se trata de un poeta con cierto recorrido. Así lo demuestra este bien afiatado poemario, donde confirma sus dotes poéticas. Con La casa y la hojarasca Juan Carlos Lázaro indaga en el sentido de la existencia y en el sentido de los actos humanos, como bien apunta Francisco Tumi en el prólogo. Los poemas que conforman este libro se caracterizan por un tono existencialista que encuentra su sustento cotidiano en lo aparentemente intrascendente. Enmarcados, como lo señala el título del poemario, en una casa, en el refugio de un ser que se sabe distinto. Podemos citar, por ejemplo, el poema “El color de los girasoles”: Iba a decir algo / antes de untar el pan con mantequilla / y entibiar mi alma con un poco de café. En “Las persianas” se percibe cierta esperanza a pesar de lo sombrío del mundo: La luz que traspasa / las persianas / me anuncia / que aún estoy vivo, que aún respiro / que aún sueño / que aún puedo / amar a una mujer.

Esto demuestra que estamos frente a un poeta maduro, que ha sabido transitar los caminos líricos y que ha logrado crear un universo poético sólido. Con un coloquialismo no exento de cierta musicalidad, La casa y la hojarasca no decae, salvo en un par de textos a los que no hay mucho que reprochar, pero que no siguen el mismo ritmo intenso de los demás.

El éxito de este libro (que inexplicablemente no ha sido comentado ni para bien ni para mal) se debe, quizá, a la calma con que Lázaro asume su papel de poeta.
El tiempo ha sabido consolidar estos poemas que merecen la pena ser leídos. Parafraseando al autor, qué más puedo decir / si ya todo está dicho.


Ésta no es mi sombra


          Ésta no es mi sombra
          ésta no es mi casa
          no es mía la chaqueta que flamea
          en la percha al lado de la ventana
          no son mías estas sábanas
          ésta no es mi sombra repito
          no reconozco esta habitación
          ni las otras sombras que cruzan
          las otras habitaciones y llegan
          hasta el patio y su enramada
          aquí hay una equivocación
          ésta no es mi cama
          éstas no son mis ropas
          la mujer que duerme a mi lado
          no es mi esposa
          ni es mía la lámpara
          el error llega hasta mis pies y mi vientre
          hasta mi corazón y mi páncreas
          alguien ha cosido mi piel a otra vida
          y ha puesto mi voz en otra garganta
          reconozco las estrellas
          las ciudades extranjeras
          las islas de ultramar
          las antiguas comarcas
          pero no me reconozco a mí mismo
          en esta estancia
          mis manos perdieron su forma
          mi sexo es un animal escarlata
          aquí hay una equivocación
          ésta no es mi sombra
          ésta no es mi casa.


La casa y la hojarasca

          La hojarasca y el agua detenida
          son todo lo vivo y lo real
          de este patio y de esta casa.
          El resto son fantasmas.
          Que lo diga sino el centinela rojo
          que dormita en el torreón de la esquina
          y que sueña con la próxima batalla.
          La sombra del general
          se mueve tras las persianas.
          Con él van su kepí, sus charreteras,
          su sable, sus botas, su capa.
          En su recámara crepuscular
          a la luz de una vela escribe
          con mano trémula: “A la patria…”
          El caballo blanco relincha,
          agita su cola en el aire
          espantando a una mosca lunática.
          Una criada vestida de luto, pálida,
          prepara la mesa para la cena
          a la que solo acuden
          entre candelabros dorados
          el pasado, el polvo, la nada.
          El resto son fantasmas.



Sigo a una estrella errante


          1.
          Sigo a una estrella errante.
          No cesaré hasta alcanzarla.
          Acaricio las espigas del maíz
          y siento aún entre mis dedos el sexo húmedo de mi hermana.
          Era la más bella e intensa de la aldea,
          pero como no llegaban las lluvias
          la ofrendaron al fuego.


          2.
          A la luz de la luna escalaré la pirámide,
          insólita piedra en la que mis padres tallaron mi alma.
          Escucho sus latidos y sus gritos.
          Tu nombre es esa oda a los pájaros nocturnos
          que nos vieron desnudos bajo los árboles
          mientras me ofrecías tu sexo
          y una manzana.


          3.
          En esta caverna de Pachacamac,
          cerca del Gran Templo,
          me resguardo de la espuma del mar y del frío.
          Esta oscuridad debe ser la última sombra.
          Una caracola me da las noticias del mundo.
          Mañana empezará la primavera y, como todos los frutos,
          tu sexo también se abrirá a mi deseo.


(De La casa y la hojarasca. Lima, 2001)

lunes, 12 de septiembre de 2011

DESPUÉS DEL CAOS, EL AMOR
Rosina Valcárcel y la poesía escrita por mujeres en el Perú*



Por Juan Carlos Lázaro

Los poemas que integran Naturaleza viva (1), de Rosina Valcárcel, fueron escritos a lo largo de la última década, a manera de quien hilvana un diario personal, forma como muchos poetas escriben sus poemas y sus libros, es decir registrando en versos el impacto de las experiencias de cada día, incluidas las emociones, los sueños, las fantasías. De ahí su alto componente de cotidianidad, con personajes y escenarios propios del entorno personal de la autora. A manera de anécdota puedo referir que conforme surgían estos poemas, Rosina me los alcanzaba mediante el correo electrónico o directamente, en unas hojitas que ella misma caligrafiaba y a las cuales adornaba con dibujos, lemas o dedicatorias, hasta configurar unos objetos muy simpáticos y divertidos, muchos de los cuales conservo todavía. El propósito era que luego ambos comentáramos estos poemas como un ejercicio mutuo de reflexión sobre el arte de la poesía. En este ejercicio fui observando el notable giro y esplendor que adquiría su trabajo con las palabras, inaugurando una nueva etapa en su proceso creativo.

Ahora bien, a propósito de la publicación de Naturaleza Viva cabe preguntarse: ¿qué lugar ocupa la obra de Rosina Valcárcel en el curso de la poesía escrita por mujeres en el Perú?

En el primer momento de la literatura peruana en tanto experiencia autónoma, con identidad propia -que corresponde a la etapa del modernismo-, no aparecen nombres de mujeres. En este momento los nombres paradigmáticos son los de Manuel González Prada, José Santos Chocano, José María Eguren, Abraham Valdelomar, entre otros. Solo hay nombres de varones. Así se cierra el siglo XIX y se inaugura el nuevo siglo. La mujer hace su ingreso en la poesía peruana con Magda Portal, en los años 20, en el cuadro de la Generación del Centenario, a la cual también pertenece César Vallejo. En su hermoso y revelador ensayo sobre “El proceso de la literatura”, Mariátegui incluye a Magda Portal como un valor-signo de la literatura peruana. “Con su advenimiento le ha nacido al Perú su primera poetisa”, dice. Y añade que hasta entonces el Perú sólo había tenido mujeres de letras, de las cuales una que otra con temperamento artístico o más específicamente literario, “pero no propiamente una poetisa”. Sin embargo, la de Magda, en aquel tiempo, será una voz casi solitaria. Años después surgirá también Catalina Recavarren, aunque sin la contundencia ni el brillo de la primera.

En los años 30 -años de oscurantismo, de persecución política y dictaduras militares en el Perú- aparecen solo dos poetas mujeres: Esther M. Allison y Nelly Fonseca Recavarren. El de Nelly es un caso muy especial. Es una mujer postrada en una silla de ruedas que escribe poemas de amor a una adolescente y que los firma con el nombre de un hombre: Carlos Alberto Fonseca. Sin reclamarse una militante del socialismo, también escribirá poesía de protesta social, de identificación con la clase trabajadora y de enérgica crítica al sistema capitalista.

En los años 40 no sucede nada o sucede muy poco en el campo de la creación poética, lo que indica el clima de represión social que se vivía en el Perú. Pero en la década del 50, sin duda la más fecunda literariamente del siglo XX, surgirán nuevos nombres de poetas mujeres como Rosa Cerna Guardia, Sarina Helfgott, Lola Thorne, Cecilia Bustamante, Julia Ferrer y Blanca Varela. Esta última, que con el tiempo adquirirá enorme relevancia, publica su primer libro, Ese puerto existe, en México, con prólogo de Octavio Paz, en el último año de la década, o sea en 1959.

Estas voces de mujeres se afirmarán en los años 60 con nuevos títulos de poesía, en tanto surgen otras poetas como Yolanda Wesphalen, Carmen Luz Bejarano, Elvira Ordóñez y Gladys Basagoitia, entre las más notables.

A pesar de este esfuerzo de las poetas por sentar presencia en el cada vez más rico panorama de la poesía peruana, en los estudios y sobre todo en las antologías de esos años casi no se registran sus voces, sino que apenas se cita ocasionalmente a una u otra de ellas, generalmente a Cecilia Bustamante o a Blanca Varela. Esta tan limitada consideración tiene más de gesto, de saludo a la bandera que de verdadero reconocimiento. Puede resultar muy duro decirlo, porque va en desmedro de los autores de esas antologías, pero lo cierto es que se produjo un caso de discriminación poética por no hablar de ceguera crítica. Entre 50 ó más poetas varones, solo se considera a una mujer. No se puede decir que se les dejó de lado por falta de calidad o nivel literario. La recuperación de sus obras, realizada mucho tiempo después por el investigador y poeta colombiano Alfredo Ocampo Zamorano (2), indicará claramente que su nivel poético, además de original, iba parejo al de muchos de sus colegas varones.

Sin embargo, en los años 70 se produce el punto de quiebre. En este periodo la poesía escrita por mujeres irrumpe en la poesía peruana con enorme vehemencia y con múltiples voces. Pero lo más importante es que inaugura un nuevo discurso. Si hasta entonces su poesía se había caracterizado en su mayor parte por su lirismo intimista, existencial, desgarrado por la experiencia de la soledad, en los 70 tendrá como objeto principal su propio cuerpo, su sexualidad. Ese cuerpo negado, atado y sometido por una sociedad machista, autoritaria, de falsos valores morales y religiosos solo consagrados por la hipocresía política y social, empieza a revelarse, a decir su verdad, a liberarse. El paradigma de este periodo es María Emilia Cornejo, la autora de ese poema emblemático que empieza diciendo “Soy la muchacha mala de la historia”. Desde entonces la poesía escrita por mujeres en el Perú cumplirá un papel protagónico en nuestro proceso literario y será el acontecimiento poético peruano más importante al cierre del siglo XX.

Rosina Valcárcel es una figura de primera línea en el proceso de la poesía escrita por mujeres en el Perú. Se inició en la poesía muy temprano y lo hizo con un poemario de fina emoción lírica titulado Sendas del bosque, de 1966, cuando aún no llegaba a los 20 años. En estos versos es evidente la influencia de Javier Heraud -del Heraud de El río y de Estación reunida-, cuyo lirismo entretejía sus metáforas inspiradas por los elementos de la naturaleza y los enigmas del paso del tiempo. Por esta época integra el grupo Piélago que surge en las aulas de la universidad de San Marcos. Sigue estudios de antropología animada por José María Arguedas y, en el fragor de las luchas estudiantiles y el ejercicio poético, lanza la revista Kachkanirajmi, la primera tribuna o el primer muestrario de lo que sería después la Generación del 70. Precisamente esta generación -la del 70, atrabiliaria y rebelde- le ofrecerá el clima adecuado para su labor de poeta identificada con la protesta social y la causa del socialismo.

Después de una larga etapa de poesía militante, registrada en títulos como Una mujer canta en medio del caos o Loca como las aves, con el nuevo siglo Rosina hará un alto en el camino para realizar el balance necesario de su experiencia de vida. Naturaleza viva, el título que nos convoca a la celebración esta noche, es la primera entrega de esta etapa. Apreciado como conjunto, el libro sintetiza la tradición poética representada por las mujeres anteriores a su generación y la nueva vertiente que aparece en los años 70. Es poesía amorosa, pero del amor de los sentidos, como la de Cavafis. El título es un homenaje a Frida Kahlo, la amante irrestrictamente libre, a quien ni un cuerpo quebrado, mutilado y postrado le impidió entregarse al frenesí del amor carnal. Por esto la naturaleza viva es ella misma, la mujer que vive para sus amantes y por sus amantes, aún los que partieron o se perdieron en el camino y a quienes dedica el réquiem del adiós con la tierna nostalgia de un alma grande. Formalmente, no obstante el tono coloquial de algunos de sus poemas, Naturaleza viva es en muchos momentos poesía esencial, es decir, poesía despojada de toda retórica, cifrada en versos concisos, exactos, de gran musicalidad. Sus recursos metafóricos logran sorprendente resultados. No voy a transcribir aquí ninguno de sus poemas, pero sí citaré al azar algunas de sus metáforas para corroborar mi apreciación:

“Los amores desaparecen en el cielo”; “Dejo agonizar mis manos de azufre sobre esta ciudad”; “Mi poeta con ojos de jaguar dormido / ya no aguarda más mi llegada”; “El amor se gasta entre timbales”; “La tarde abre su puerta / mientras tocas saxofón sin calcular una palabra”; “La tarde azafrán y no gris”; “Tus pasos de humo me confunden”; “La lluvia tibia posee las manos pardas / y el corazón desnudo es una navaja”…

No recuerdo bien si fue Ramón Gómez de la Serna o Jorge Luis Borges, quien enseñó que la medida de un poema lo da de la calidad de sus metáforas. Si esa es la medida, y considerando las maravillosas metáforas con las que están escritos estos poemas, creo que no nos queda sino reconocer que con Naturaleza viva Rosina Valcárcel nos entrega un libro de alta poesía. (Fin)















NOTAS
*Palabras de presentación de Naturaleza viva, libro de poemas de Rosina Valcárcel, en acto realizado en el auditorio del Instituto Raúl Porras Barrenechea, en Lima, el 7 de setiembre de 2011.
(1) Rosina Valcárcel, Naturaleza viva. Lima, 2011.
(2) Alfredo Ocampo Zamorano, Akray paikuna: quince poetas mayores del Perú. Lima, 2005.